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La búsqueda de la voz literaria

Cuando decidimos sentarnos ante un teclado o un cuaderno y empezar a escribir, las posibilidades son infinitas. El único límite lo marca nuestra imaginación, por eso no deberíamos ponernos barreras colocándonos en la posición de los posibles lectores. Escribir preocupado por el qué dirán, o con la intención de gustar, no es extraño, pero en mi opinión supone desaprovechar el inmenso potencial de nuestras neuronas.

Los ejemplos de historias que calcan otras historias son innumerables, hasta el punto de casi conformar todo un género literario, el de las novelas carentes de personalidad, las que nacen al calor de un éxito comercial y se reproducen con el único propósito de hacer picar a los lectores del original.

Entre esos clones hay textos bien escritos, e incluso algunos «triunfan» (otro día hablamos sobre qué significa triunfar en literatura), pero sospecho que los que acaban en el olvido a la velocidad que vive una mosca del vinagre son muchísimos más.

Optar por ese camino me parece legítimo, pero supone renunciar a la honestidad creativa y a la apasionante aventura que empieza al preguntarnos: «¿cuál es mi voz literaria?». Es la pregunta que deberíamos hacernos en cuanto empezamos a deslizar la punta del bolígrafo sobre el papel —a teclear, para los menos románticos—. La respuesta no llegará de forma inmediata. En realidad, puede que nunca la hallemos del todo, porque el proceso de aprendizaje y, por tanto, de configuración de nuestro estilo personal, va a estar en constante evolución.

Y eso es lo que a mí me parece que convierte al viaje creativo en algo tan excitante. Sea cual sea el motivo que te empuja a contar historias, tanto si sueñas con el reconocimiento de miles de lectores como si únicamente pretendes divertirte, no deberías renunciar a contar la verdad; es decir, a dejarte llevar por tus inquietudes, a hacerle caso a tu imaginación.

Crear textos únicos, fieles a nuestro propio estilo, que reflejen los temas que nos preocupan y las tramas que nos conmueven, que, si nos dieran a leer sin recordar haberlos escrito nosotros, nos atraparían desde la primera palabra.

Conseguirlo requiere tiempo, y es obvio que no existe la voz «pura», porque el estilo de cualquiera que se ponga a escribir va a estar influido por numerosos factores, el principal de los cuales, nuestras lecturas.

Cuanto más leamos y más variado, mejor, porque tener tantos modelos nos va a permitir ir «picando» de aquí y de allá, hasta conformar una voz repleta de matices. Quizás te preguntes: «¿y eso no es copiar?». No. O no debería.

Desde mi punto de vista, en cualquier actividad creativa, tener referentes es imprescindible. A escribir, fundamentalmente, se aprende leyendo. Los manuales y los cursos ayudan, sobre todo si se centran en potenciar tus habilidades, no en imponer modelos, pero la fuente principal de la que beber son los textos de otros escritores.

Las historias nos atrapan por sus personajes y los conflictos que surgen entre ellos, por la verosimilitud de lo que cuentan, porque nos trasladan a los escenarios donde se desarrollan, por la belleza de los textos, por la virtud de hacernos viajar y soñar. Las historias memorables nos acompañan para siempre, y si sentimos el gusanillo de la escritura queremos ser capaces de crear obras que conmuevan igual que las que nos han quedado grabadas no solo en la memoria, sino también en el alma.

Las grandes historias son un ejemplo y un reto, mientras que las malas nos enseñan lo que debemos evitar. En cualquier caso, y aunque los referentes nos ayudan a crecer como creadores, lo que marca la diferencia entre un texto más y uno singular es dejarnos guiar por nuestra voz creativa.

Ser capaces de replicar la genialidad de nuestros referentes es imposible; por el camino de la imitación, lo único a lo que podemos aspirar es a conseguir malas copias destinadas a caer en el olvido a la velocidad que vive una mosca del vinagre (estoy a una repetición más de convertir a la pobre mosca en un lugar común).

Conclusión: si escribes, por favor, no seas una mosca del vinagre. (Ahí está).

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