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La necesidad de contar historias

¿Por qué escribimos? Es una de esas preguntas para la que todas las respuestas son correctas. Cada persona tiene sus propios motivos, y me parece que en eso, en que sean propios, radica la clave del asunto. En todo caso, podemos establecer un punto de partida común: la necesidad de contar algo. 

A todos nos visitan historias. Sean fruto de la imaginación, de recuerdos, de la observación de la realidad o de vivencias, lo relevante no es si las escribimos para dejarlas en un cajón o con la ilusión de compartirlas con el mundo, sino la necesidad de contarlas. 

La escritura puede ser terapéutica; leer nuestras reflexiones en un cuaderno o en la pantalla, aunque sea en boca de personajes ficticios, nos ayuda a explicarnos la realidad, incluso a encontrarle el sentido a nuestras vivencias. 

Pero escribir, como el resto de disciplinas artísticas, también permite crear otros mundos que, si están bien escritos, nos van a acompañar para siempre. 

El mayor privilegio de los creadores es que no inventamos personajes, sino seres que en nuestra mente son reales, muchos de ellos, desde luego, más reales que buena parte de las personas con las que interactuamos a lo largo de nuestra vida. Y la verdadera magia, lo que da sentido a la actividad artística, es que esa misma sensación llegue a quien se adentra en las páginas de un libro. 

Dice Stephen King en su maravilloso Mientras escribo que «se trata de enriquecer las vidas de las personas que leen lo que haces, y al mismo tiempo enriquecer la tuya. Es levantarse, recuperarse y superar lo malo. Ser feliz, vaya». Y en cuanto a sobre de qué escribir, sentencia: «de lo que te dé la gana. Lo que sea… mientras cuentes la verdad». 

Así que volvemos al principio: lo fundamental es tener motivos propios. Sin honestidad, nada de lo que escribamos va a permanecer. Y si aspiramos a ser leídos, ser honestos, contar la verdad, incluye hacerlo a nuestro modo, con nuestra propia voz. 

Decía Ana María Matute que «escribir es una continuación de mi vida». Utilizaba la literatura para explicarse el mundo a través de mundos y personajes fantásticosa los que a menudo teñía de una atmósfera de tristeza e impotencia ante la injusticia, porque «siempre hay algo de denuncia del dolor». 

Es evidente que la denuncia social, el desacuerdo con la manera en que funcionan las cosas en el mundo, es una fuente constante de inspiración literaria. Si esa es tu motivación para escribir, elegir el tono adecuado a tu estilo y a la historia que quieras contar es otra decisión crítica. 

Astrid Lindgren utilizó el humor, la fantasía y sus recuerdos de infancia para crear a la rebelde Pippi Calzaslargasun personaje tan original y divertido que conquistó a niños y niñas de todo el mundo. La eterna autora sueca defendía poder abordar cualquier tema a través de la literatura infantil y juvenil, y lamentaba que «muchos de los que escriben para niños hacen un guiño a determinado lector por encima de las cabecitas de los pequeños. Buscan un acuerdo con los adultos y pasan por alto a la criaturaTe suplico que no hagas eso ¡nunca!». 

Uno que, desde luego, no lo hizo fue Roald Dahl. Ahora que sus brujas vuelven a estar de actualidad, es un buen momento para reivindicar sus historias y personajes transgresores. Sobre el oficio de escribir, decía: «Es un insensato el que se empeña en ser escritor. Su única compensación es la libertad absoluta. No tiene quien le mande, salvo su propio espíritu, y eso, estoy seguro, es lo que le tienta». 

Obviamente, hay muchísima gente que escribe, pero muchísima menos que se empeña en hacer de ello su actividad principal. De quienes escribimos con esa ilusión (sin ponerle plazos), solo una minoría llegará a conseguirlo, pero eso es irrelevante (o debería serlo) en cuanto a lo que nos lleva a sentarnos ante un cuaderno o un teclado. Lo importante es que contemos la verdad. 

1 comentario

  1. Inma Blanco dice:

    ¿Por qué escribo?

    Siempre he pensado que la culpa la tienen los indios, bueno ahora ya estoy convencida del todo. No es que fuera yo muy de películas de cowboys y más en unos años en los que estaba muy delimitado el tipo de películas que nos habían de gustar a las niñas. Y aunque, como no podía ser de otra forma, no me perdía ninguna de las películas de Marisol que llegaban cada dos semanas al cine de mi pequeño pueblo. Yo, con lo que realmente me quedaba eclipsada, era con las danzas ante el fuego de los indios. Así que lo tuve claro cuando con cinco años una amiga de mi madre me hizo la pregunta crucial:
    —Y tú, guapa ¿Qué quieres ser de mayor?
    —Jefe de los indios —respondí sin titubear.

    Desde aquel día me gané a pulso mi fama de fantasiosa:
    —Muchos pájaros en la cabeza, tienes tu…
    Dos años después, tuve mi futuro claro, ya que un día decidí que sería capitana de un barco en ultramar. La cosa no sería muy chocante, salvo por dos problemas difíciles de subsanar. El primero: era impensable que una niña de mediados de los sesenta pretendiera llegar más lejos que ser azafata de avión. El segundo y más difícil: no había visto el mar en mi vida y que en la inmensa estepa manchega que rodeaba mi infancia predominaban más los colores rojiverdes de los campos de trigo, nada que ver con los tonos azulados del Mediterráneo más cercano pero a kilómetros de mí.

    El segundo culpable de mi afición a leer continuamente, hecho que me llevo a escribir, fue el escritor inglés Charles Dickens, con quien a partir de los trece años tuve conversaciones más que interesantes, no os podéis imaginar todo lo que aprendí de él. Y aunque mi escritor preferido no me habló en ningún momento de técnicas, ni de personajes, ni de narradores; tengo que decir, que dominaba como nadie el arte del embaucador. Así fue como me explicó que en un bosquecillo cercano (por cierto, en aquellos años vivía en L’Hospitalet de Llobregat) descubrí un día en el que me escapé de casa buscando alguna aventura digna de explicar. Descubrí entre l’Hospitalet y Esplugues un pequeño bosque que según tengo entendido sirvió de escondite al presidente republicano Negrín.

    No sé quién le hablo a Charles del susodicho bosque, la cuestión es que se pasó noches insistiendo. Porque el insigne escritor, tenía el vicio de que en cuanto me veía dormida atravesaba mis sueños y se ponía a charlar conmigo. Supongo, que los escritores ya difuntos tienen ese vicio: hacer de mentores de las jovencitas que tienen la manía de escribir.

    Como decía, fue Charles quien me convenció de que en el bosquecillo de Negrín había un tesoro por descubrir. Me enseñó exactamente el lugar, me dijo, aunque ahora me es difícil recordar todos los detalles; los pasos, los giros…para llegar al punto exacto, en el que yo pala en mano tenía que buscar. ¡La de días que me tiré buscando el dichoso tesoro! Así que mientras mis amigas se dedicaban al arte del ligoteo, yo como una ilusa rascaba la tierra de un bosque en L’Hospitalet, bueno tampoco es que estuviera muy por la labor de tener novio y esas cosas que me tocaban por edad…
    Y volvió a surgir la dichosa pregunta, otra amiga de mi madre, pero en un lugar diferente y con las connotaciones de lo que se esperaba de las hijas de los recién llegados emigrantes:
    —Y tú ¿De qué piensas trabajar?
    —Quiero ser escritora —fue mi respuesta.
    Mi madre esta vez intentó dar una disculpa ante semejante osadía por mi parte:
    —Esta es que siempre ha tenido la cabeza llena de pájaros.

    Y aunque no me quedo otra que incorporarme al mundo laboral con trece años, simultaneando estudios y trabajo. Conseguí lo máximo a lo que la hija de una familia obrera podía aspirar: Me saqué mi título de Comercio y Mecanografía para poder trabajar en una oficina, trabajo que ejercí por poco tiempo porque siempre lo odié.

    De mis lecturas de Dickens, Víctor Hugo, Charlotte Bronte y otros escritores que tocaban a fondo cuestiones sociales. Nació mi otra vocación: la de educadora social y años más tarde criminóloga. Ejercí como educadora, lo de criminóloga ya es más difícil, pero da para mucho en este mundo de la imaginación
    Y aunque de alguna forma, siempre he estado escribiendo, si más no mi imaginación era todo un bullicio de historias e ideas. Tener una familia con una historia digna de ser escrita para que no se pierda en la vacuidad del olvido, aunque solo sea por eso, sé, ahora más que nunca, que quiero escribir. El legado de mi madre, está compuesto por infinidad de historias, la mayoría de ellas reales y tengo claro que superan cualquier ficción.

    Así que gracias a las aventuras que me hizo vivir el autor de Oliver Twist, a sus palabras y consejos leídos entre líneas y filtrados en mis sueños. Gracias a una madre que tenía que ocultar su fiel creencia en mi porque a una chica emigrante de familia obrera, no le quedaba otra que aportar su salario para la subsistencia de la familia, fue capaz de trasmitir una historia de antepasados que esta forjada por cientos de historias.

    Así que no me queda otra que escribir y yo encantada…

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