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¿Qué papel tiene (y realmente debería tener) la literatura juvenil en los institutos?

Tengo la sensación, ya casi certeza, de que a muchos institutos se les llena la boca con el “fomento lector”, la “creación de hábitos lectores” y construcciones similares que poco o nada tienen que ver con la realidad. Obviando la lectura trimestral que suele repetirse año tras año (en ocasiones, más que el propio profesorado) y que se da en clase de Lengua y Literatura, poca cosa suele hacerse. Es cierto que algunos institutos han decidido establecer una lectura obligatoria por cada asignatura en un loable intento de mejorar este aspecto, aunque los resultados pocas veces van más allá de incrementar el estrés de los alumnos por leerlos de cara a un examen o trabajo. Entonces, ¿cómo podemos fomentar que los chicos lean, disfruten y mejoren sus destrezas lectoras de manera relevante y eficaz? ¿A quién le gusta algo a lo que le obligan y que le supone tanto estrés (o más) que otros deberes que van apareciendo en su vida?

Muchas veces se pasa por alto un elemento fundamental en toda relación que vayamos a establecer con un libro, y que es el disfrute. No vamos a deleitarnos con un buen filete si somos vegetarianos, ni con la comida india si no nos gusta el picante. No tendría que ser un problema porque hay mil platos donde elegir, ¿verdad? Pues esa debería ser la premisa de un buen plan lector: permitir la posibilidad de elegir, de que si las aventuras no van contigo no tienes por qué sufrir con Viaje al centro de la Tierra, y que si el misterio te aburre sobremanera no tengas que aguantar Diez negritos. Si cada uno tiene sus intereses, cada uno debería poder elegir dentro de un abanico lo suficientemente amplio las lecturas en las que se quiere embarcar.

Establecido ese punto, podemos seguir exigiendo. Y sí, digo “exigir” porque emprender la lectura de un libro es lo más parecido a un contrato que podemos establecer con un objeto no animado. Además de permitirnos disfrutar, debe poner a nuestras neuronas a trabajar para que sea una actividad relevante y que nos haga crecer: tiene que conseguir hacernos pensar, una de las actividades más exigente que existen (donde todas y cada una de nuestras neuronas intervienen) y que, por desgracia, noto cómo se va perdiendo en las aulas de manera paulatina. No solo tenemos que “pensar” en un problema de matemáticas o en las funciones de una determinada oración: debemos pensar en por qué Bastian decide quedarse a vivir en las páginas de un libro en La historia interminable, o por qué Victoria tiene su corazón dividido entre el aparentemente malvado Kirtash y el cálido Jack en Memorias de Idhún. Cuando hablamos de “pensar” nos referimos a  inferir los contenidos que subyacen bajo la historia, los cimientos invisibles que difícilmente se ven a simple vista pero que nos guían y nos llevan hacia nuestras propias conclusiones y que hacen que un libro quede tatuado en nuestro corazón para siempre, haciéndonos volver a él incluso siendo adultos. 

“Disfrutar” y “pensar” no son términos que suelan asociarse, pero lograr que así sea es más sencillo de lo que parece: basta con encontrar el libro que atrape en sus redes al no-lector y que permita pasar del “no he leído ni un libro en mi vida” a “el último libro que me he leído es…”. 

Y es que, en realidad, no hay nada más maravilloso que ver cómo germina un lector en una maceta donde antes había un niño que leía por obligación. Por eso, queridos profesores de Secundaria y Bachillerato del mundo: es hora de que nos volvamos jardineros y fomentemos que nuestros chicos sean ávidos lectores que disfruten el mundo y lo vean con ojos críticos, pues (en esto ya sí que sí) arropados por un buen abanico de lecturas en esta etapa, florecerán con más colores y vigor de los que cualquier otra actividad les podría proporcionar.

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