En estos fríos días de invierno del año que acabamos de estrenar, donde el reloj se ha parado y las malas noticias parecen multiplicarse, me refugio en las fotos de los instantes donde fui feliz, adjetivo que en mi diccionario aparece como sinónimo pleno de “viaje”. Desde que tengo memoria, cada fin de semana libre o cada período no lectivo los he aprovechado viajando, cerca o lejos, con el fin último de oler un aire diferente, y creo que por fin he entendido dónde radica el embrujo del que no quiero ser liberada nunca.
Todos los viajes construyen una historia con su espacio, tiempo y narrador propio, con su lenguaje y su intención; pueden ser cuentos de fin de semana, novelas de verano o microrrelatos de escapadas apresuradas en un día festivo, pero todos ellos tienen el extrañamiento como nexo, la importancia de salirse de los márgenes temporales establecidos por la rutina.
Recurro a las fotos del invierno pasado, donde frío, bufandas, monumentos y sonrisas se alternan en los diferentes instantes que volví inmortales gracias a mi cámara fotográfica, y que ahora, desde el sofá de casa, me permiten construir una nueva historia a partir de ellas. «¿Recuerdas esa cerveza fría en Gante?», «Claro, ¡cómo olvidarla! Recuerdo perfectamente los ojos de la camarera que nos trajo el pedido», «¿Sí? Pues fíjate que para mí esa cerveza está asociada a la tapa que nos pusieron, ni fría ni caliente, ni sosa ni salada…» y (re)construimos un nuevo viaje: se entrelazan en los ojos de los viajeros involucrados las luces y las sombras del instante, el detalle se hace inmortal cuando parecía que iba a ser pasajero y, de una manera íntima pero tangible, viajamos. Y es que me he dado cuenta paseando por estas fotos que viajar no es solo una historia que vives, o dos historias si contamos con la recreación a partir de una imagen: yo viajo (hasta) cuatro veces bajo un mismo tema, al calor de un mismo motivo.
Cuando lo sueño construyo una primera historia, llena de tintes fantasiosos y de partículas de colores que, deseo, acaben por materializarse, más propias de la ciencia ficción que del realismo que acaecerá. La segunda historia se hace palpable al verbalizarla, al buscar al compañero con el que compartir ese camino, al mirar los mapas en viejas guías y al planificar un recorrido con la ingenua intención de controlar cada detalle, como si fuese un narrador realista del siglo XIX que no se da cuenta de que la realidad acabará siendo lo que se había perdido en los márgenes de la exhaustiva planificación, justo lo contrario de los retazos que había querido juntar pero que, ahora ve, no dejan de ser fragmentos de la memoria de otro viajero, que no se pueden intercambiar.
El viaje propiamente dicho, la experiencia intangible, alberga una cierta angustia al saber que el narrador es interno y protagonista y no puede llegar a todos los lados, capacidad reservada a la omnisciencia propia del planificar en abstracto: es el tercer round del ciclo vital de los viajes que justifica al resto, el leit-motiv del protagonista donde residen todos los ingredientes sin mezclar.
No será hasta que vuelvas a casa, hagas una sinopsis rápida a los que se interesen por tu experiencia, te quites los zapatos y te despojes del olor que tu ropa ha adoptado como propio cuando estés preparado para crear la cuarta historia, para viajar desde el sofá. Es este último viaje el que resulta realmente eterno, literario, deliciosamente confuso y maravillosamente fantasioso, el que justifica la inversión de tiempo, dinero e ilusión que has hecho previamente. Mirar las fotos, descubrir matices y miradas, algún gato callejero que pasea por detrás en una instantánea pero que se tornó protagonista circunstancial cuando decidiste darle una lata de atún en las caóticas calles de Marrakech, y que te arranque una sonrisa al entender que la verdadera historia no le ocurre al protagonista, sino que los protagonistas son los que se conforman gracias a la historia.
Al final, con un café entre tus manos y el cuerpo protegido por una gruesa manta de lana, te ilusionas ante la paradoja de entender que el viaje se construye en el sofá, cuando relees tus recuerdos, ataviado con la estúpida sonrisa propia solo del que se sabe poseedor de algo imperfecto pero único, y comienzas a crear una nueva historia, con un nuevo tema y un nuevo destino, sin más lápiz ni papel que el eco de lo vivido.
2 Comments
Qué bonito pensar en la existencia de quintos, sextos, ¡o incluso séptimos viajes! 🙂
Qué bonito artículo. A mí me ha hecho pensar que, en mi caso al menos, hay una quinta historia. Ahora que tengo hijos, cuando he sacado un viejo álbum de fotos de algún viaje a París, a Nueva York, a Argentina, a Sepúlveda (primer viaje inmortalizado con la que luego fue mi esposa), mi hija me pregunta sobre las fotos y entonces surge esa quinta versión, una versión para contar, para incitar al viaje, para hacer ver que sí, que volveremos a viajar y que en las próximas fotos habrá más protagonistas.